domingo, 26 de agosto de 2007

Cristos para todos los gustos



LOS CRISTOS DE PIURA


Por: Miguel Godos Curay


El Señor de Chocan se volvió moreno por el humo votivo de los cientos de velas que los trajinantes encendían a sus pies. El mismo fuego devoto lo consumió y lo redujo a cenizas ante el pesar de los fieles. Sólo quedó entre los escombros una mano calcinada y un dedo del Señor. Las cenizas fueron enterradas junto al altar del templo con algunos daguerrotipos y los benditos despojos se hizo la nueva imagen del Señor. Para los querecotillanos es símbolo de fe. Es la viva inspiración cotidiana. Dicen que Froilán Alama, el temible bandolero concurría a la romería del Señor ese día abandonaba sus pistolones y su Winchester para contrito y devoto pedir perdón de sus pecados.


Mucho más antiguo es el Cautivito de Ayabaca, “hechura de ángeles” un Cristo lacerado y doloroso elaborado con tela colada y maguey. La preciosa imagen tiene como artificio un espejo en el paladar que proyecta la luz hacia los ojos. El señor es “respetoso” derriba las miradas de quienes se atreven a contemplarlo de frente y sin recato, su cabellera crespa es un tributo de las indiecitas agradecidas que cuidan con primor sus cabellos para entregarlos como ofrenda de amor. La devoción del Cautivo es antigua y traspasa fronteras.


A sus pies y en una marcha dolorosa con las rodillas y las manos llagadas acuden los peregrinos, los enfermos incurables, los ex convictos conversos, las madres campesinas que le ofrecen a sus hijos. Ancianos, niños, mujeres todo un mar humano que venera al Señor en las alturas de Ayabaca. Un Cristo conmovedor es el de la Iglesia Santa Ana de La Huaca, recubierto de sangre y con un rictus de dolor impresionante.


Otros Cristo impresionante el que el pintor Bravnazenko, un polaco del que no hay noticia pintó en la bóveda de la Iglesia San Francisco de Paita. Es un Cristo que desprende un brazo de la cruz ayudado por el pobrecillo de Asís. Con ojos infantiles muchas veces lo contemplé en Paita.


Otro Cristo impresionante es el de la Iglesia de Catacaos, el que devotamente los fieles conducen en el santo sepulcro. Es un Cristo muerto, amoratado, con el dolor dibujado en el rostro. Duele el mirarlo y ante él los indígenas desgranaban con desolación su llanto. En la vieja tradición indiana se confundían la muerte de Cristo con la muerte del Inca Atahualpa.


El Cristo de la resurrección es otro, fresco, rebosante de vida en la noche de luna llena que coincide con la pascua.

Impresionante es el Cristo de los Temblores, un viejo óleo cusqueño que preside la Capilla de la Universidad de Piura. Es un Cristo que nos recuerda la vieja tradición religiosa colonial. A la luz del resplandor de la tarde la visión es impresionante y recuerda la devoción de los camioneros cuzqueños que colocan sus máquinas y reflectores con dirección a la Catedral y a un solo estampido de las bocinas estremecen el Cuzco. Pobre del que atraviese la calle cuando la adoración se produce porque los honderos lanzarán con ferocidad sus piedras sobre las testas irreverentes.


No podemos olvidar la preciosa colección de Cristos de Domingo Seminario Urrutia. Nunca tuve entre manos tantas piezas valiosas. Cristos de marfil, de ébano, tallados, en hierro forjado, en oro. Cristos con rasgos orientales venidos de Manila, Cristos primorosos para la exaltación de la fe venidos de Europa a las haciendas del Perú. Cristos negros, cristos indios que acompañaron postreramente a sus propietarios al momento de la muerte.


Cristos mutilados, salvajemente por algún blasfemo masón según la leyenda. Cientos de Cristos, miles de crucifijos de oro, colocados con matemática precisión sobre los muros y las vitrinas como para desbordar la imaginación. Y como si fuera poco tener entre manos la cruz pectoral del mismo Santo Toribio de Mogrovejo tesoros valiosísimos conservados por un hombre que hizo de su vida una inagotable pasión.


Cristos que marcan la existencia de los hombres para la eternidad. Cristos de alcoba, cristos pueblerinos ante los que se arremolinan las viejas en el rezo postrero de los nueve días. Cristos que sufren con su pueblo y a los que como dice Vallejo debe dolerles el corazón.

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